Por: Ivonne Acuña Murillo
Ahí donde la ciencia fracasa y la fe no alcanza el sufrimiento se acrecienta. Pocas semanas, muy pocas, nos duró la relativa calma que una operación exitosa en sus mínimos objetivos, dada la envergadura del daño causado y el mal por venir, nos había dado. A dos días de cumplirse 5 semanas de la cirugía, a la que se sometió mi madre, el tumor se hizo presente, por si acaso lo habíamos olvidado, volvió en forma de una fistula externa, de nuevo en la sien.
En el lapso de ocho días, de miércoles a miércoles, acudimos 6 veces al hospital, una de ellas con la convicción de que la internarían de nuevo. Aún no ha ocurrido así debido a que los médicos de guardia y su otorrina determinaron que estaría mejor en casa, con los cuidados necesarios, pues ingresarla supondría exponerla a contraer alguna bacteria hospitalaria que podría causar, ahora sí, una infección extendida al cerebro. Por ahora, esta infección, ya en retirada, está contenida en la sien y los tejidos blandos de la mejilla del lado izquierdo.
Como siempre, nos informaron que de presentar desmayos, pérdida de la conciencia o la coherencia, confusión o cualquier síntoma que nos indicara que el tumor avanza, la lleváramos a Admisión Continua, lo que en otros hospitales se conoce como "Urgencias".
Llegadas a este punto, mi madre ha vuelto a sufrir dolor, conciencia de mutilación (el tumor destruye todo lo que encuentra: hueso, musculo, nervios, tejidos, órganos, piel), procesos invasivos y manipulación a los ya que no desea someterse.
Lo que mi madre sufre es una crueldad sin sujeto: no es culpa de ella, de su familia, de las y los médicos, de Dios. Nada más faltaba que quien esto escribe volviera a creer en él solo para culparlo de un padecimiento que no es producto de la acción de nadie.
Como atea convencida, no alcanzo a entender y aceptar la idea de que este sufrimiento es parte de un proyecto mayor, pues Dios sabe lo que hace; de que es la antesala de algo mejor, la vida eterna; de que le garantiza su paso: al cielo. Ya en una ocasión anterior, cuando enfermó y murió mi hermano, tuve que enfrentar esta discordancia.
Durante el sepelio una tía, de las que organizan los rezos colectivos en los funerales, organizó el suyo y repetía y repetía "perdónalo Señor", frase que coreaban las personas católicas que quisieron acompañar el rezo. Mientras tanto, en mi cabeza retumbaba la pregunta: ¿Qué tiene que perdonarle Dios después de dos años de inmenso sufrimiento de él y su familia?
Respeto la fe religiosa de mi familia, de mis amigas y amigos y agradezco en lo que valen sus oraciones, acompañamiento y palabras de consuelo, al final es una "bendición" contar con un ser superior que más allá de ell@s, el mundo y la cruda realidad, les permita encontrar consuelo y esperanza. Por mi parte, una vez asumida la convicción de que Dios no existe, no queda más que pasar el trago amargo, como ocurrió con mi hermano, con la certeza de que tanto sufrimiento, el de mi madre, sus hijas, hijo, nietos y nietas, no tiene sentido, no tiene un fin último. Es entonces que donde la ciencia fracasa la fe no alcanza.
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